Hubo una época en la que volar era cosa de ricos. O de ocasiones muy especiales. Pero los precios actuales nos han dejado un panorama bien distinto. El toque de glamour de antaño está cubierto hoy de muchedumbres, maletas sobrecargadas, aroma a pechuga de pavo y niños 'berreantes'. Sobre todo si viajas en 'low-cost'. Y yo de eso entiendo mucho. Tras una semana escasa en Marbella y por enésima vez, ayer me dirigí de nuevo al aeropuerto de Málaga para tomar mi ya clásico 'Ryanair' destino Bristol. Pese a los cerca de treinta grados llevaba las botas altas, forradas de pelo para más inri, porque mi equipaje de mano no daba para más y porque además sabía que me harían falta nada más pisar suelo inglés. Me vestí como pude...una mezcla entre la manga corta para no morir de asfixia hasta que despegase mi vuelo, la chaqueta colgando del brazo y calcetines extrafinos con la esperanza de aliviar el problema del calzado. Es lo que tiene viajar entre dos puntos con temperaturas tan distintas, que una no acierta nunca.
Una vez en el aeropuerto, dos horas y media antes gracias a la poca frecuencia de tránsito con la que nos sigue agraciando Portillo, me fui en busca de algo bien frío. Decidí que me merecía un granizado ya que llevaba un rato esquivando gente y maletas como si aquello fuera un mercadillo en hora punta. Era un lunes cualquiera sí, pero podría haber sido 15 de agosto. Oleadas de extranjeros achicharrados vagaban por la terminal y ocupaban hasta la última mesa y banco disponible. Lo del granizado no fue fácil. En primer lugar me dirigí a Häagen-Dazs y pese a que lo dudé debido a mi sed, decidí que no iba a regalarle a la firma siete euros por un puñado de hielo con colorantes. Mi segunda opción fue Burguer King. Cuando llegué, con las botas ya incrustadas en la piel, comprobé que la gente opinaba lo mismo que yo respecto a los precios aeroportuarios. Una cola inmensa rodeaba el establecimiento y grupos de alemanes desertaban ya desesperados sin su ansiada hamburguesa triple. Gracias a estas estampidas, en media hora tenía mi granizado en la mano. Una vez refrescada, esperé la puerta de embarque y subí al avión. Iba, como de costumbre, lleno hasta los topes. Y eso a mi me causa mucha intranquilidad. Para colmo había visto bajar a los anteriores ocupantes. Apenas el último puso el pie en tierra, nos hicieron subir. No tendrá nada que ver, pero a mi me da por humanizar al avión y pensar que el pobre 'bichejo' no ha tenido tiempo ni de enfriarse, que no debe ser bueno volar así, y que a mi pobre amigo deberían dejarlo descansar por el bien y la seguridad de todos. Se que son pensamientos irracionales, pero el miedo no entiende de lógicas.
Mientras la gente buscaba su asiento se produjo otro de los clásicos del low-cost. Poca gente factura ya equipaje y menos aún acepta la educada oferta de la compañía de bajar "libre de coste" su equipaje de mano a la bodega. El resultado es obvio: todos nos empeñamos en colocar nuestra maleta bien cerca nuestra, sea como sea. Y no hay espacio para todos. Es entonces cuando las azafatas, viendo que el pasaje no avanza, empiezan a insistir con aquello de que se coloquen donde haya hueco, de que en caso de no haberlo pueden poner su maleta bajo el asiento.
Ayer tuve la suerte de entrar de las primeras. Quince minutos después empecé a pensar que el avión no tenía fondo y que en realidad los que entraban por delante salían por detrás y así sucesivamente. Pero no, resultó que todos cupimos, enlataditos como sardinas y yo temiendo que mi pobre amigo no tuviera fuerza suficiente.
Otra de las gracias habituales es que a tu lado te toque alguien más corpulento que tú. Ese alguien que se cree con derecho a no dejarte hueco en el reposa brazos y cuyas anchuras de espaldas interceptan la tuya.
Una vez en el aire, empieza lo que viene siendo la banda sonora protagonista. El crujir de papel de plata y bolsas previo a un aroma de sandwiches, chocolates y galletas que lo inunda todo. ¿Donde quedaron aquellos insípidos pero monísimos catering?.
Por fin se acercaba el aterrizaje. Había rachas de viento y el avión ondeó durante minutos estando ya muy cerca del suelo. Todo el pasaje contuvo la respiración. Mi corpulento compañero exhaló un "Jesús". Una chica empezó a vomitar. Yo a esas alturas ya llevaba los ojos cerrados y me repetía que todo iba a salir bien. Tras la tensión, pisar tierra fue más agradecido que nunca.
Salimos a pista. Hacía frío, me puse la chaqueta y ya no me sobraban las botas. Welcome again.