Yo podría protagonizar un anuncio de helados. Si la vuelta a casa por Navidad le vale de excusa a los de los turrones, mis regresos durante los veranos son ya otro clásico. Con las maletas abiertas de par en par y las cajas de cartones inundando la casa apuro las horas, cada día más convencida de la certeza de aquella frase que asegura que "de todo se aprende". Y mucho.
Durante las últimas semanas y por cuestiones de trabajo, paso bastantes horas a pie de calle. Una labor que no se presentaba nada apasionante a priori, pero que me está dando una lección y haciéndome creer que, en materia de humanidad, quizás no lo tengamos todo perdido. Con el paso de los días vas reconociendo rostros hasta hacerlos familiares y descubres que ahí, frente a ti y delante de los escaparates se esconde una sociedad al margen. Esa que hace de la calle su hogar y que lo que más desea cada mañana, es que no amanezca lloviendo.
Hay rostros de todo tipo e historias para todos los gustos. Está el pastor que reparte oraciones en busca de almas perdidas. Ese que te acerca un café y te cuenta que él no toma porque está en su quinto día de dieta. Que su hijo se casa y quiere caber en el traje. Siempre viste una sonrisa y no fuerza a la convicción. Asegura que es otro desde que descubrió la fe, que ha dejado atrás décadas de alcoholismo que derivaron en un trasplante.
A su lado se colocan los monjes tibetanos. De una manera gráfica y silenciosa explican a través de fotografías, su desgracia. Bajo el lema 'Tibet is burning' van narrando como sus jóvenes se prenden fuego como una cerilla para reclamar la independencia de su país. Otro de los dramas olvidados por el mundo de no ser por acciones como la suya.
Y no puedo olvidarme de los que están en cada esquina. En Gran Bretaña, personas sin recursos se apostan en las calles para vender 'The Big Issue', una publicación multitemática y cuyos beneficios van destinados a mejorar la calidad de vida de estas personas.
Una amiga ya me había contado como algunos de ellos la ayudaban en su día a día a colocar las mesas de la pastelería donde trabajaba y se ofrecían para echar una mano en cualquier cosa mientras trataban de vender su magazine.
Yo por mi parte, coincido mucho con uno de ellos. El primer día que se paró junto a mi ya se ganó mi simpatía. Me preguntó qué tal estaba, cómo iba el día y me explicó que estaba "esperando a que salga el sol, porque así la gente está mas contenta y compran más". Se despidió con una sonrisa y me dijo "te veo a la vuelta", volviendo a preguntarme si de verdad estaba bien. Le faltan casi todos los dientes, está en la calle y tiene unos 30 años más que yo. Y aún así tenía tiempo para interesarse por mí.
Desde entonces cada mañana pasa y me hace una gracia.
Por cosas como ésta, además del buen número de amigos que me llevo y las experiencias impagables, esta nueva aventura ha merecido la pena. Aunque siga sin comprender a los ingleses, aunque me horrorice su forma de vida.
Y además tiene recompensa: las próximas letras las escribiré ya a pie de tumbona.